Andaba de un lado
para otro cubierto con sus oscuros harapos, el rostro renegrido, la gorra
calada y el sempiterno saco colgado al hombro, en cuyo bulto se adivinaban las
pieles que daban origen al mote que completaba su nombre, curiosamente siempre
mencionado con un diminutivo que en modo alguno constituía una muestra de
cariño, ni siquiera de conmiseración, hacia el personaje.
Siempre fue objeto
de las burlas de los muchachos del
pueblo, que, envalentonados, competían para ver cual de ellos lo abucheaba y lo
injuriaba con más vehemencia, con esa crueldad gratuita que suelen conciliar
los infantes con grandes dosis de inocencia y candor, ante la sonrisa cómplice,
cuando no la risa abierta, de los hombres, que se miraban entre ellos
llevándose el índice a la sien, convencidos de que un "loco" no llega
siquiera a ser una persona, transmitiendo esa insidia a los más pequeños.
Solamente las mujeres, por naturaleza propensas a la caridad y la compasión,
esbozaban un gesto de desaprobación mientras trataban de impedir que la mofa
continuara, que una vez tras otra el coro de voces entonara la repetida
cantinela:
Fernandito el Pelliquero
se acuesta en un baúl,
respira por un bujero
gato, miau, sape, fú.
Y Fernandito
continuaba su marcha impertérrito, como si no fuera consciente de ser el centro
de todas las miradas, de todos los comentarios, de toda la crueldad.... Y de
tanto en tanto se paraba y elevaba la mirada al cielo, como lo hace un loco a
decir de la gente; aunque también pudiera ser como lo hace un místico. Alzaba
su cara afilada con el gesto transido, el mismo que transfigura el rostro de los santos y los frailes inmortalizados por el
Greco o Zurbarán en ese instante de comunión con su Altísimo, con ese Dios que
los atormentaba o los elevaba al éxtasis más absoluto, e iniciaba quién sabe si
un monólogo o una conversación con alguien que lo escuchaba en las alturas,
quizá pidiendo justicia que reparara el expolio de su casa que él achacaba a la
administración, o quizá simplemente pidiéndole a Dios que perdonara a quienes lo
hostigaban, que, al fin y al cabo, eran unos pobres locos que no sabían lo que
hacían.
A. Ortiz